La guitarra que nació en una carreta

Por Vicente Mateu

Esa guitarra que se ríe y llora, guitarra con voz humana” (Jean Cocteau)

Los gitanos saben lo que es sufrir. Y también convertir ese dolor en música cargada de vitalidad y alegría bajo la que esa tristeza ancestral queda sepultada. Eran los sonidos, hoy casi desaparecidos, que salían del extrarradio de las grandes ciudades europeas de la primera mitad del siglo XX, un paisaje de carromatos y miseria. Jean Baptiste ‘Django’ Reinhardt (Bélgica, 1910 – Francia, 1953) eligió una guitarra como forma de expresión en un mundo en guerra que en su caso abrió otro frente con su propia tragedia personal. Su ‘medicina’ fue invadir el reino del swing con el aroma de las canciones que había escuchado de niño en el campamento de su tribu en las afueras de París. Con su sempiterno cigarrillo colgando de los labios y, sobre ellos, su característico bigote, el jazz se rindió a sus pies creando un subgénero sólo para él y su etnia y escribiendo la historia de otra leyenda de las seis cuerdas. El gypsy jazz o, en francés, ‘manouche jazz’, había nacido en una carreta.
 

Un hogar rodante que llegó al final del camino demasiado pronto. Es la maldición de los genios, o al menos de muchos de ellos, un destino que parece cebarse especialmente con los pioneros como Reinhardt. A él lo mató un derrame cerebral en Fointenebleau justo cuando Europa se recuperaba de la masacre en los campos de batalla y acaba de descubrir la guitarra eléctrica. Por desgracia, apenas le dio tiempo a experimentar con un instrumento al que la electrónica había multiplicado -y amplificado- exponencialmente sus posibilidades.
 



La guitarra eléctrica llegó tarde para Django. En su escenario ‘desenchufado’, el lugar de los Marshall lo ocupan un contrabajo y dos guitarras rítmicas -uno de ellos su hermano Joseph- mientras la suya ‘dialogaba’ con el violín de Stéphane Grappelli. Su ‘interlocutor’, que sí sabía leer una partitura, es un personaje fundamental para entender por qué Reinhardt tuvo tanta influencia en el jazz. Su herencia ha pervivido en otros muchos grandes guitarristas que han intentado seguir su ejemplo, desde Carlos Santana hasta Jimi Hendrix y su Band of Gypsys, su particular homenaje al gran maestro.
 

Con una banda poco habitual para su tiempo, sin piano ni viento, sólo cuerda, Reinhardt liberó al género de las ataduras de la tradición, pero sin la ayuda de un músico ‘serio’ como Grappelli, un gitano que no es que no supiera ‘leer’ música sino que apenas sabía leer y escribir, quizá nunca hubiera conseguido la atención y la admiración de sus colegas. “Jiango Renard” garabateó como su nombre en su primera grabación con el acordeonista Jean Vaissade, impresionado con aquel chaval con unos dedos prodigiosos y un oído que suplía sobradamente sus carencias ‘académicas’. Como tantos otros, empezó con un banjo. O algo que se le parecía.
 

Esa fue la parte fácil. Con apenas 18 años, Reinhardt tuvo que enfrentarse a un reto aún mayor por culpa de un estúpido accidente, el famoso incendio en la caravana donde vivía con su primera mujer, vendedora de flores de celuloide a las que una vela convirtió en un infierno y en casi inútiles los dedos cuarto y quinto de la mano izquierda. La peor pesadilla de un guitarrista. Seguramente, le dolió más que la pierna que estuvieron a punto de cortarle.
 

Dos años después, el joven guitarrista gitano no sólo no se había rendido, sino que había aprendido a valerse del índice y el dedo medio como si fueran cuatro. Los otros dos apenas le servían para los acordes y poco más. Otro se hubiera vuelto loco; Django se convirtió en un genio. Su desgracia le había revelado la forma de sacar nuevos sonidos a su guitarra, definida por un estilo muy personal de tocar a causa de su maltrecha mano que le hacía ‘distinto’; su otro ‘toque’, el de sus raíces perdidas en la noche de los tiempos, se encargó del resto.


Fue en esa época cuando se introdujo plenamente en el jazz de la mano de Louis Armstrong y su Dallas Blues. Corrían los años 30 con Django de club en club por París hasta que el dueño de uno de ellos, Pierre Nourry, le incorporó junto a Grapelli en el Quintet of the Hot Club of France, una marca que aún hoy sigue vigente. Fue el salto a la fama que buscaba, alimentada mundialmente por aquellos ‘ladrillos’ de vinilo con el histórico sello de la Decca en el centro. En el monto total de su carrera hay registradas al menos 250 grabaciones y miles de registros sonoros.

De aquella etapa proceden algunas de sus escasas composiciones propias como Djangology, Bricktop o Swing 39. Todas ellas compuestas, por supuesto, con ayuda de Grappelli.
 

El chisporroteo de aquellos discos apenas duró unos años antes de ser sustituido por los cañonazos de la artillería alemana. La guerra no frenó a Reinhardt, que prefirió volver a Francia en lugar de quedarse en Londres con sus compañeros, incluido Grappelli. Mientras esperaba a que escampase la tormenta, montó una big band junto al clarinetista Hubert Rostaing pese al riesgo que corría en plena ocupación nazi. Los gitanos eran carne de campo de concentración, un riesgo que sorteó amparado por la afición al jazz de uno de sus posibles carceleros. Cómo consiguió, además, ser un mito de la Resistencia es otra historia. El hecho es que su música era indispensable para animar las noches de la capital gala.
 

Django
logró sobrevivir para recibir a la avalancha de músicos estadounidenses que desembarcó tras la liberación de París. Volvían los buenos tiempos, la gente llenaba los clubes ansiosa de olvidar la guerra. En 1946, por fin tuvo una guitarra eléctrica en las manos con la que empezar a practicar. Le esperaba una gira por EEUU como solista nada menos que con Duke Ellington, otro de los responsables de su ‘fusión’ con el Jazz. Sin embargo, algo salió mal -hay muchas versiones al respecto- y regresó al Viejo Continente y a su vida de siempre, incluido el inefable Grappelli. De nuevo, el violinista acudía en ayuda del guitarrista, al que la electricidad y el nuevo estilo de moda, el bebop, no le habían sentado del todo bien.

Lo suyo era, sin duda, el swing. De regreso a casa -es un decir, porque nunca renunció a vivir como un nómada- era una estrella para el gran público que compartía escenario en París (1948) con el no menos grande Dizzy Gillespie. Django, sin embargo, exacerbó su lado tribal en sus últimos años. Sus actuaciones se hicieron cada vez más raras y apenas salió de su retiro cerca de París para alguna gira como la de Italia, una de sus últimas grabaciones. A sus 40 años parecía sentirse fuera de lugar, ensimismado en pescar y poco más, a ser posible rodeado sólo por su ‘gente’. Como si fuese consciente de que se acercaba su final.
 

Hay, además, unanimidad entre los expertos en que Reinhardt no consiguió nunca ‘enchufado‘ el mismo nivel de virtuosismo que con su guitarra Selmer, diseñada a su medida por el gran luthier italiano Maccaferri. La misma que no tuvo a mano cuando conoció a Andrés Segovia, otra de las jugosas anécdotas que rodean su biografía.
 

Seguramente, no le dio tiempo o no encontró la guitarra eléctrica que necesitaba. Django Reinhardt cruzó dos guerras sin dejar de tocar su guitarra. Para callarla hizo falta una maldita vena rota en su cabeza que escribió demasiado pronto el último capítulo de su vida, y el primero de otra leyenda con un lugar de honor en el Jukebox de Guitars Exchange.
 



(Imágenes: © Cordon Press)         

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